Por: Miguel Contreras


Los buenos poemas son como las mujeres malas: nunca se olvidan. Lo primero que leí de Antoine Raftery, poeta irlandés nacido en 1784, fue “Soy Raftery” (traducción de Mariano Manent), y ya nunca lo pude olvidar. Su música me acompañó durante toda mi vida, fue creciendo conmigo, se grabó en mi alma, y no hubo un momento en que no hiciera eco en mí. El poema se encontraba en el tomo VIII de la vieja y exquisita enciclopedia “El nuevo tesoro de la juventud”, que me fue obsequiada por una “tía política”. Yo era un niño taciturno.(Imagen sacada de internet)

En este poema hay un hálito de nostalgia tan dulce y real, que hasta se puede palpar; no hay forma de leer este poema sin que se sienta en el alma la tristeza del bardo.  Su canto era su vida; su vida era su canto. Recuérdese que Raftery enfermó de viruela cuando era apenas un niño y, debido a eso, perdió la vista. Eso influyó marcó para siempre su temperamento. Era ciego, pero nadie supo ver el mundo mejor que él, pues las cosas “de afuera” solo se ven mirando hacia dentro. Le llamaron el último de los poetas errantes, y errante también fue su poesía.

Ciegos de ojos; pero vidente de alma, se dedicó a cantar sus poemas, cual Apolo, en las casas de la alta burguesía angloirlandesa (aunque él era campesino). Sus poemas no se publicaron en vida, sino que fueron recopilados por Douglas Hyde y Lady Gregory, entre otros.

Admirado y valorado por los grandes como Yeats. Sus poemas-canciones se hicieron tan populares en Irlanda que, en las escuelas, se enseña a los niños a cantarlos. ¡Oh, bienaventurado desgraciado: quizás nunca imaginaste que tus letras estarían en los sagrados labios de los niños!

Hay quienes dicen que el poema “Soy Raftery” fue escrito por Seán Ó Ceallaigh a finales del siglo XIX en homenaje al poeta errante, pero de eso no hay evidencia y, además, es un poema cuyo estilo es marca inconfundible de Raftery.  En la Antología de verso irlandés (Padraic Colum, 1992), se dice que alguien le preguntó al poeta quién era, entonces, el poeta dióse la vuelta y pronunció el pesaroso canto:

Soy Raftery, el poeta,

henchido del amor y de esperanza.

Nada ven ya mis ojos,

mas no siento amargura.

Si voy mundo adelante

(y el corazón me alumbra),

fatigado, rendido

hasta el fin de mi ruta.

Miradme: estoy ahora

de espaldas contra el muro,

y a bolsillos vacíos

ofreceré mi música.

Quizás la razón por la que algunos piensen que el poema no lo dijo Raftery es el primer verso, donde el autor se confiesa poeta, pues sabido es que su modestia era tal que ni siquiera se consideraba poeta a sí mismo.  Pero, ¿y ese ritmo? ¿Y ese desgarramiento de espíritu? ¿Y esa tristura cautivadora?  ¡Eso grita Raftery por doquier!

Ahora que leo este poema a la luz de otras lecturas, vienen a mi mente la “En la ardiente oscuridad”, de Antonio Buero Vallejo, un genial drama que trasncurre en una residencia de ciegos. Allí se presentan dos posiciones frente a la ceguera: la del que construye un mundo pequeño, empeñándose en ignorar la luz, y la del que admite desgarradamente su ceguera y mantiene abierta la herida, la esperanza, el deseo de una luz inaccesible.

Nuestro bardo se suscribe a la segunda postura. Él acepta con resignación espantosa su ceguera, y esto le da luz.

Soy Raftery, el poeta”, dice, con una fuerza ontológica descomunal.  Y se llama poeta, es decir, creador, porque, como diría Sartre, él es lo que hace con lo que hicieron de él. El destino suele ser caprichoso (siempre sospecho de él y lo desdeño) y arrojarnos realidades insospechadas, pero solo nosotros decidimos si encendemos o apagamos la luz de la esperanza. Pienso en Vallejo cuando exclama: “¡Yo no sufro este dolor como César Vallejo!”.

Nada ven ya mis ojos”, dice, pero “no siento amargura”, agrega. Y es que solo sienten amargura los corazones que no saben transformar el carbón en diamante, la oscuridad en luz; para los grandes espíritus, la tormenta no son más que fuentes de energía. No es que los grandes artistas se alimenten de tristeza, pero cuando esta llega, no se dejan avasallar por ella, sino que la convierten en arte. Eso hizo Raftery. “Nada ven ya mis ojos”, dice el poeta, pero “el corazón me alumbra”. “Fatigado, rendido”, es cierto, pero [a pesar de eso] “voy mundo adelante”.

Este es Raftery, el poeta: la danza de la tristeza y la esperanza; el canto de los ojos del ciego; la luz de la oscuridad; la herida de nostalgia y belleza; el claroscuro de la existencia, pues, como dijo Manuel del Cabral: “donde todo es luz no se puede ver nada”.

En fin, Antoine Raftery murió el 25 de diciembre de 1835, en Craughwell, Condado de Galway, Irlanda. Le sobreviven sus poemas y los hijos de sus poemas. Amén.

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