Por: Enmanuel Peralta


«Soy un soñador. Hay en mí tan poca realidad… Voy a soñar con usted toda la noche, toda la semana, todo el año».

Noches Blancas, Fiodor Dostoievski

En todas las obras de Dostoievski, incluso en la más filosófica como los Hermanos Karamazov; o, la más perversa como Crimen y Castigo; o,  la más existencial como El Hombre del Subsuelo; incluso  la más humorística como El Doble; siempre aparecen en nuestro querido autor los grandes amores  de mujer que redimen las almas de los personajes más miserables. Pero, en esta obra, Noches Blancas, es difícil clasificar a la mujer, objeto del amor del protagonista,  como redentora. 

Por mucho tiempo me estuve preguntando por qué Dostoievski nos quita el placer de redención de la joven Nastenka hacia un personaje tan profundamente enamorado como lo es el protagonista de esta dulce historia que deja perplejo a los corazones más tiernos e inocentes de este mundo. —como lo es el mío—. ¡Ay, el amor! Pero la historia es tan realista como soñador era el héroe de Noches Blancas. Y solo se justifica este gran relato en mi conciencia el día que pude hacer una introspección personal, pero también válida para el universo entero: ¿Quién no ha tenido unas Noches Blancas?

El fenómeno de Noches blancas de acuerdo a la naturaleza y comportamiento de los astros se produce alrededor de los últimos días de Junio, durante el solsticio de verano , sobre todo en regiones polares, durante el cual el sol no llega a ocultarse y el cielo sigue iluminado durante toda la noche. El Sol no se pone hasta muy tarde y el crepúsculo dura casi hasta el amanecer como la luz en la alcoba de los recién casados. En esos días, de dicho fenómeno natural el autor ruso ambienta esta exquisita historia de un corazón empedernido; bajo esas Noches Blancas se produce el encantamiento de nuestro héroe, un triste soñador y solitario, quien después de divagar varios días, una noche de esas “donde a tal hora no se encuentra ni un alma”, el héroe ve de espalda a “una jovencita, seguramente de pelo moreno”. Y de inmediato su corazón “latía violentamente”.

Nuestro enamorado, se acerca a la joven, y al verla bajo peligro de ser ultrajada sexualmente por un borracho que empieza a acosarla, el héroe lleno de valentía la salva, se arriesga a alejar a aquel desgraciado junto con sus sucios deseos de la vista de la joven, Nastenka. Encantado con la amabilidad de aquella muchacha petersburgués, quien le da su mano con gratitud, y le invita a ser amigos de esos que “conversan a corazón abierto” todos los días. Aunque Nastenka le hace la advertencia de que no se ilusione con el amor. A lo que nuestro héroe promete establecer la amistad brindada sin pensar en llegar a ser algo más que amigos, a pesar de lo difícil que era vivir sin amar a una joven tan hermosa, amable y dulce; nuestro héroe apretó la mano de Nastenka y, aceptando exclamó: «¡Ya verá! ¡Lo que yo no sé es cómo vivir el tiempo que falta para verla!».

Y se despidieron de la forma más coqueta y hermosa que he leído en cuento alguno. “Y nos separamos”, decía el narrador. “Vagué toda la noche por la ciudad, no podía entrar en mi casa. ¡Era tan feliz!”

Nastenka, cuando volvieron a reunirse como habían acordado, le contó todo de sus tristezas y alegrías, le dijo como esperaba al amor de su vida que hacía varios años se había desaparecido, prometiendo casarse con ella al regresar, pero jamás le escribió a las cartas. Así que, ella no sabía nada del paradero de su prometido. Ella le aseguró a nuestro héroe que si su esperado prometido, no volvía en la fecha señalada como plazo, después de enviarle una última carta como advertencia, se iba a casar con él. Fue así, como nuestro héroe lleno de ilusión, esperaba que aquel día fuera como parecía hasta entonces. Pero no, el prometido de Nastenka regresó exactamente el mismo día señalado después de dos años desaparecido. Y nuestro héroe quedó sumergido en la más triste de las Noches Blancas. Un final amargo para un cuento tan dulce, y de un corazón tan enamorado.

Hoy recuerdo algunas de mis más profundas y dolorosas Noches Blancas, motivo por el cual realmente les escribo.

Curiosamente era una mañana de un verano caluroso, mientras viajaba en un tren de Boston, Massachusset, rutinariamente hacia un trabajo que odiaba. Una joven polaca que viajaba diariamente, de lunes a viernes, en el mismo vagón que yo. La había confundido por días con una rusa. Tenía unos preciosos ojos azules, unos cabellos castaños y ondulados le caían por sus hombros de piel suave y encremeda que parecia perla de concha de caracol rosado, la brillantes de aquella piel hacía un contraste fulgoroso con el esmalte de color nacar que cubría las uñas de sus pies y manos. Valientemente un día le hablé con las pocas palabras que sé en ruso, y me contestó, que entendía pero que no era rusa, sino polaca. ¡Ay, Polanski! Al siguiente día le dejé una carta a lápiz rojo, de dos pliegos y medio en un inglés malogradamente poético y una frase en polaco al final: “ Daję ci piękną różę” que quiere decir: “Te regalo una hermosa rosa”. Ella sonrío como una princesa Disney, y me miró con su mirada de mar azul. Si digo que pensaba en ella todo el día, yo les mentiría, porque también la pensé toda la noche. Era algo inexplicable, y el odio por el mundo que había en mi corazón cada mañana que me levantaba para ir a trabajar, desapareció en un instante. Estaba tan feliz, por volverla a ver, hasta me puse a repartir monedas a los transeúntes callejeros, sonreía a la vecina prestamista, los que limpian las calles se asombraban de mis saludos. Solo espera entrar a la estación del tren para volver a verla. Sin embargo, al pasar por la barra, un trago amargo de baba cambió mi destino. Estaba acompañada de un hombre rudo, al parecer también polaco. Se acercó a mí con fiereza, devolviéndome la carta, diciendo en un inglés masticado: “I am her boyfriend”. Y mi corazón se amargó por un mes y 18 días.

Pero cómo olvidar mi último intento de lograr un postgrado, que dejé a medio andar. Fue en la pensión de un campus de Loughborough University, en la ciudad de Londres. Una hermosa joven catalana, que hablaba inglés con acento de campesina inglesa y español con acento español. Una loca maravillosa e inteligente, llena de vida, con un cutis lozano, y unos ojos de miel, con vellos en las mejillas, cejas amontonadas, y unos labios cortos y perfectamente perfilados. Nos hicimos novios a los pocos meses de conocernos. Aún recuerdo las amargas Noches Blancas que me hizo pasar esperándola en mi pensión; era una constante, desaparecerse, no coger llamadas, por tres y cuatro días, y cuando le tocaba a su puerta tampoco me habría. Y luego aparecía, con su sonrisa caucásica sin pedir excusas ni aceptar reclamos. Una noche, de esas que desesperan, me paré cercano a la puerta de su pensión para verla cuando llegara; al cabo de media hora, una silueta masculina y veloz como gacela, pasó corrido, tocó dos veces la puerta de la española inglesa, y vi, repentinamente, una mano delgada y hermosa de joven femenina que tomó la silueta masculina por los brazos y cerró de un portazo. Yo no aguantaba la amargura, cuando quise acercarme escuché las voces de pasión y el tórrido de energía salvaje que fluía hacia mis oídos a través del cerrojo de la puerta. Aquellos ruidos de placer juvenil me hicieron caer en una depresión crónica. Abandoné, al siguiente día, el maldito post grado que me pagaban los franciscanos de la provincia Santa Maria.

También recuerdo otras Noches Blancas con una ministra Bautista norteamericana, recién llegada de Denver a la Ciudad de Nueva York, de cabello corto y amarillo, unos increíbles ojos grandes y luminosos como manzanas verdes de los campos de Cornualles, cuyo nombre no debo mencionar. Tenía algunos 36 años de edad y había leído mi libro en sus clases de español para servir como ministra en comunidades hispanas del Bronx, alto Manhattan y Harlem. Nos conocimos en una conferencia sobre el uso del idioma español en la ciudad de Nueva York. Intercambiamos teléfonos, redes, y hablamos por largas horas. Después de insistirle de tal manera que, al oírme elevaba sus oídos a los cielos de la pasión que le despertaba mi labia usando los versículos bíblicos con una energía de evangelico protestante empedernido. Hasta que un día acordamos vernos en Columbus Circle, frente al Lincoln Center para ver una pieza de ballet con unas boletas gratuitas que me regaló una profesora de danza de Julliard School. Al final, salimos de la mano y nos paramos en la famosa pila frente al Metropolitan Opera, miré sus luminosos ojos grandes de manzanas verdes para darle un beso, pero ella me tomó por los genitales, y por el cuello, y me besó antes que yo con una maldad descomunal. Y después del intenso beso se despegó de mis labios con un rostro avergonzado. «Siento asco de mi. Nunca debí hacer esto. Yo tengo marido», me dijo. Se alejó rápidamente, dejando mi cuerpo como un zángano triste y despreciable en medio de esos enormes edificios con luces amarillentas; me borro de todas sus redes y más nunca volví a ver aquellos luminosos ojos grandes de manzanas verdes.

“Dios mío, un instante de felicidad no basta para una vida humana” cuando eres soñador, hasta que unas Noches Blancas golpean tu inocente alma el día menos pensado.

Y si te cuento la peor de mis Noches Blancas con una devotísima chica católica, con un rostro apacible y divino recién llegada de Ecuador, llamada Elizabeta. Era una tarde de verano del año… Mejor volvamos a la novela…

En conclusión las Noches Blancas son un fenómeno universal, retratado en este sencillo relato del escritor Ruso. Me imagino que también ustedes han tenido sus Noches Blancas.

Cuéntenme sus experiencias.

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