Por: Miguel Contreras
Que el diputado por Dajabón Dr. Darío Zapata, diga que quiere «proponer de manera formal […] que le construyamos una estatua al ministro Deligne Ascención», es comprensible: estamos tan acostumbrados a los funcionarios inútiles y ladrones que cuando llega alguien que sí hace algo nos sentimos más que emocionados, pues, parafraseando al Cristo, es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja que ver en RD a un político honesto.
Creo comprender al diputado Zapata, pues a mí también me emociona mucho saber que, por fin, Dajabón es tomado en cuenta. Eso es bueno en gran manera, y le agradecemos al Ministro de Obras Públicas, el señor Deligne Ascención, pero ningún político contemporáneo merece una estatua por cumplir con su deber, pues el funcionario público existe para servir al pueblo. Y, además, es ley que a la frontera se le dé prioridad. De manera que el señor ministro podría convertir Dajabón en un Dubái, y ni siquiera así merecería una estatua.
Darío Zapata dice las razones por las cuales considera que el señor Ascención merece la escultura: «una estatua a ese gran mega ministro, ahí hay gerencia, ahí hay eficacia». Pero, ¿no es demasiado pronto para tales consideraciones? Esperemos a ver.
Zapata es uno de los pocos políticos que admiro, pero al parecer olvidó que, como dijo Napoleón, «el hombre de estado debe tener el corazón en la cabeza». Sus declaraciones generaron universos de crítica, pues la gente de ideas malsanas siempre está a la espera de que el otro cometa cualquier desliz, para crucificarle. Esa, no es mi intención. Para mí, como ya dije, las palabras del diputado fueron motivadas por la emoción, solo quiero aprovechar la ocasión para meditar en torno a la pregunta que da título a este artículo: ¿Quién merece una estatua?
Dice Pablo Neruda, que nunca es demasiado tarde para claudicar. Es una gran verdad, como todas las verdades de la poesía, por eso considero que no se le debe dedicar estatuas a personas vivas. Se puede dar el caso, la Historia me es testigo, que alguien haga grandes actos de heroísmo, pero que luego, caprichos del destino, haga cosas tan horrendas que anulen definitivamente los anteriores actos. Por eso, no debemos exaltarnos antes los albores de de la mañana, hasta ver si el ocaso es igualmente esplendoroso.
Mientras vivimos es posible delinquir, por eso hay que esperar a que el individuo muera físicamente, y si toda su vida fue ejemplar, entonces, merece la honra de los vivos. Y a veces sucede que incluso después de muertos hay quienes delinquen; no literalmente, pero hay quienes en vida saben fingir a la perfección y demuestran unos talentos y unas virtudes que no les pertenecen. ¡Cuántas personas no murieron dejando bondadosas impresiones, pero luego se descubrió que no eran más que vulgares fingidores! Entonces, tenemos que ni siquiera cuando el «virtuoso» muere se le debe premiar a la ligera con altos honores. Hay que demostrar fuera de toda duda razonable que el destinatario es digno del loor que se le tributa.
Yo no creo en ídolos, como Nietzsche, pero estimo necesario que se reconozca a nuestros héroes y heroínas para que los jóvenes ciudadanos estén siempre conectados con la Historia y nunca olviden que el presente es hijo de la sangre y el sacrificio. No estamos en contra de las esculturas en honor a los héroes, pero exigimos que los destinatarios de tan altos honores sean verdaderos ejemolos de abnegación, porque cuando se vuelven estatuas son inspiración para las generaciones subsecuentes. Por eso, sería delito de lesa humanidad honrar con una estatua, por ejemplo, a un Hitler; pues, luego tendríamos a toda una generación queriendo ser como semejante monstrum horrendum. Esta es, a mi juicio, la principal y obvia razón por la que no debemos rendir honor al vicio y la maldad, sino que, por lo contrario, hay que atacarlos. Es lo que mandan tanto la ética como la lógica.
Considero oportuno expresar lo siguiente: ya que de estatuas andamos, ¿por qué no escuchan, oh ilustres políticos de Dajabón, mi llamado a que se haga un busto de la heroína dajabonera Tina Bazuca? Hace tiempo vengo luchando por eso. Ella sí que merece, no solo un busto, sino una calle, un monumento, y mucho más. Tina es nuestra gran heroína; pero, preguntad por ella en Dajabón, preguntad a los jóvenes e incluso a los mayores, preguntad por Tina Bazuca, y nadie os dirá nada, porque ni siquiera saben quién es esta gran revolucionaria, nacida y muerta en esa heroica provincia de Dajabón.
Cito al profesor Tirso Medina: «Tina Bazuca (Agustina Rivas Ramos, como era su verdadero nombre) fue una combatiente en la guerra de abril de 1965. Tina, una joven de veinticuatro años; delgada del color del caliche, con cicatrices de balas y navajas en su cara de media luna. Desde el 24 de abril, estaba preparando sus bombas molotov en los patios y callejones de los barrios de Borojol y Guachupita; luego se le veía llenas de bombas molotov amarradas con hilo gangorra en su frágil cintura y hombros, por los alrededores del Puente Duarte. Luego se hizo famosa en el Comando de POASI, cuando vestida de verde olivo y botas militares, salía con un fusil G-3, al hombro y una bazuca en un jeep que ella y dos hombres ranas les habían quitado a tiro limpio a unos soldados estadounidenses. Tina Bazuca era una combatiente de primera línea. Fue unas de las heroínas en las batallas de los días 25, 26, 27, 29 y 30 de abril». ¡Aquí si hay material para una estatua! ¡Manos a la obra, ciudadanos!
Mientras que los políticos están en deuda con la República, la República está en deuda con sus héroes. Y, para ser específicos, Dajabón está en deuda con Tina Bazuca. Le debemos una disculpa a nuestra heroína, por el abandono total, y la mejor forma de disculparnos es erigiéndole un busto, un simple busto. A ella de nada le sirve, pero nosotros al menos cumpliremos con el sagrado deber de honrar a nuestros héroes, porque como dijo Whinston Churchill «la nación que no honra a sus héroes, pronto no tendrá héroes para honrar».
¡Pido una estatua de Tina Bazuca!
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