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Ensayos de la ceguera espiritual: La soberbia, la cabeza de la bestia

[Enmanuel Peralta, una introspección sobre los aspectos oscuros de la vida espiritual] 

¿Quiso el alma irritarse alguna vez, y se siente arrepentida de no haber soltado toda la carga que sentía rechinando con furia  dentro del pecho? Pero ¿qué hace al hombre irritarse contra las criaturas? Y sobre todo, ¿Por qué irritarse contra las  “imbéciles” criaturas? ¿Qué bien puede traer eso al alma? 

 Esas almas, contra las cuales el alma suele irritarse, no pueden traer consuelo al corazón, ni siquiera podrían resolver el conflicto, ni en la mínima parte por la cual es causada la iracunda conducta. Enojarse es vanidad de vanidades.  Las emociones de ira, más bien, nos están invitando a otra cosa, mucho más allá de la mera exasperada expresión humana; a la vez que revelan una debilidad, misteriosamente, mucho más perniciosa que una simple emoción irascible. Algunos filósofos y teólogos de la moral, como el papa Gregorio Magno, nos habla que la ira en su tratado “Moralia” que,  al menos  el que la padece lo hace en un sentido errado de justicia, pero el lujurioso(concupiscible), hace el mal arrastrado por el placer. Este punto ha sido muy debatido, en cierto sentido, entre lo irascible y lo concupiscible en el  ámbito de los escritos sapienciales, teología de la moral y la ética de la urbanidad. Pero hay un mal que domina ambos apetitos de la voluntad: la soberbia. 

La ira, según algunos ascetas, emana de pruebas que atentan directamente con el orgullo personal en situaciones límites  donde se pone en entredicho la auto apreciación y deslinda las líneas operativas pre establecidas de la mente individual.  Para muchos otros místicos, son procesos por los cuales Dios quiere purificar el alma, que, de no ser, o ajustar con criterios profundamente divinos, podríamos caer en un abismo. 

El conocimiento profundo de la naturaleza humana evidencia que detrás de la conducta irascible o concupiscible se esconde un mal más grave, oculto, camuflado, en el corazón, que empieza a revelarse desde la infancia; así lo afirmaba Freud, el mal resulta cuasi innato e inherente, y sin posible causa aparente; en realidad es un misterio, es lo que refleja  el origen del mal en la naturaleza humana el padre del psicoanálisis, aunque dicho con certera ambigüedad, como una relación entre la “pérdida de amor primordial” y “la angustia social”. La evidencia arroja tras una breve prueba en alta presión, revelando la más recóndita aptitud, incluso si es una persona no religiosa, pero verdaderamente introspectiva, podría observar el lado oscuro de la personalidad cuando ciertas señales exteriores e interiores amenazan el estado de placer o la consecución de algún bien apetecido.   

 El alma en busca de nuevos placeres sin someterlos a la razón se encuentra en un abismo; y la soberbia, que yace en el fondo del alma, aparece. Solo teníamos una máscara de “buena persona” que esconde un inmenso orgullo, lleno de una malicia  operando de forma absoluta 

en toda la actividad de quien la padece. El mal  operando en el alma descuidada. Y si se desea realmente transformar el carácter  en otra escala superior a la animalidad que impera en los tiempos postmodernos, tendría que enfrentarla dentro de sí mismo. Y esta no se combate sin religión, ni sin espiritualidad. La religión es el remedio de la ceguera causada por el ácido de la soberbia. Se desconoce otra manera. Sin embargo, cuidado,  así como  la sincera religión es la cura, también sólo dentro de los grupos religiosos se dan a los actos más arrogantes. 

 La soberbia es una especie de religión en sí misma, y la ira y la envidia son sólo reflejo y evidencia de este mal que corroe las facultades de los seres humanos. Las tentaciones enraizadas en la soberbia, especialmente, la puede percibir  en el ser humano de alma sensible, inclinada profundamente a la religión. En otras palabras sólo en los ambientes religiosos pueden exactamente, ser consciente de la actividad de la soberbia, sea esta llevada a la práctica  o sólo se perciba como  tentaciones.  El fariseísmo, que Cristo denuncia, no es más que la soberbia disfrazada de religión. O, la religión  corroída en el ser humano y estancada en un abismo de desenfrenos, mentiras, engaños, precisamente, por la soberbia. 

El deseo de gritar “yo no soy nada” es lo que da a luz el verdadero hombre de religión; la indigencia espiritual, lo llamaba Kierkegaard. Y hasta el mismo deseo místico de unidad con lo Divino, si esta corrompido, es lo que da a luz, al hombre de  maldad, al mentiroso, al hipócrita, al corrompido, en fin, al soberbio. Por ello algunos padres de la iglesia de los primeros cinco siglos, expresan que no habrá un ser humano más arrogante y más “religioso” a la vez que el anticristo. 

El orgullo que emana de la soberbia, es un fuego constante dentro de la caja torácica, imágenes e ideas violentas y elucubraciones mentales de insultos y deseos de venganzas, que intentan racionalizar y justificarse frente a una realidad a la cual no se le pasa por la cabeza someterse. Cuando se le esconde y racionaliza provoca el sarcasmo demoníaco y la envidia, la burla sistemática y el desprecio sigiloso hacia  el progreso espiritual de los demás, el deseo de alabanza hacia su propia persona es un vicio descomunal que lo corroe, el deseo de romper las normas y las leyes a su antojo asegurándose la impunidad por medio del poder y la manipulación, la mentira y el engaño, y por último, la violencia cuando todo lo demás resulta ineficaz. 

Tomar decisiones con estos sentimientos provocados por la soberbia es peligroso. Es construir sobre un principio turbio. La torre de babel se construyó sobre la soberbia. Y la personalidad del hombre postmoderno se construye con el mismo método. 

 Al hombre de cierta espiritualidad y cierta tendencia al misticismo, cuando es asediado por los pensamientos soberbios, lo reconoce al instante, y sabe, por la madurez de la vida ascética que ha alcanzado,  que su alma esta en grave peligro y horriblemente tentada. Sabe que le falta humildad. Sin embargo, el alma no experimentada, por más mística que sea su tendencia,  o si es insuflada en la lectura de la filosofía elevada de los santos  doctores no puede aplicar, sin antes caer muchas veces hasta alcanzar la humildad deseada. Puede que,  sí es un conocedor de la espiritualidad y las distintas tradiciones, o conoce algunos tratados de  psicología profunda,  reconozca los conceptos, a lo más puede  que sepa describir estos fenómenos. Pero no sabrá sino por experiencia y gracia divina, como arrancar estos defectos del alma. A lo más podrá poner en un lenguaje su experiencia. Pero no derrotarlo de inmediato. Reconocer en el ser de uno mismo este animal de siete cabezas que atormenta con la soberbia, es un comienzo. Lo demás es una batalla librada en toda alma que busca ser iluminado por el buen Dios, no solo a los cristianos, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Aunque la experiencia profunda del misticismo está reservada, con datos históricos por los historiografía de este fenómeno, a las religiones abrahámicas, hay casos que constan en el  ambiente del paganismo; pero ello, no quiere decir que su ascética y sus prácticas místicas fuesen en realidad paganas, la mayoría de los místicos “paganos”, eran verdaderamente monoteista como el dramaturgo Esquilo y el filósofo Plotino. 

En el budismo no hay místicos, son experiencias parapsicológicas. Algunos argumentan, psiquiátricas. 

Tan solo emprender la tarea de erradicar la soberbia del alma es irritante. Para el alma espiritual que, sorprendentemente, descubre que sus defectos son causados por la soberbia es una adquisición de mal sabor, destruye todos los presupuestos preestablecidos de su gran ascenso moral. Y resulta difícil de aceptar para uno que ha vivido mucho tiempo tratando de alcanzar la santidad, o la vida unitiva con el buen Dios, el Uno. Imaginarse en los años de madurez al erradicar muchos males del  alma, entonces, es cuando descubre que, en realidad debajo de toda sus virtudes alcanzadas, subyace la soberbia como motor. El peor de los malos sabores que el alma sensible a lo divino puede experimentar. El ser humano puede aborrecerse a sí mismo ante tal descubrimiento. Y mientras más  se conoce la propia soberbia, más reconocemos y experimentamos que es el pecado más apestoso.  Y poseerlo causa el más arduo y difícil de los desánimos en el camino a la vida contemplativa y sublimación de los sentidos. 

Se podría llegar a pensar, entre los neófitos, que la lascivia o la envidia son los pecados capitales más repugnantes. Pero cuando  parece hacer un progreso espiritual en el dominio propio, y la lujuria obtiene un poco de orden en el alma humana, ayudado por la Divina “jaris”, la última cabeza del dragón—la soberbia que es en realidad la primera y la madre de todos los vicios capitales—aparece en el alma, clara y evidente, para el alma inclinada a la religiosidad. Como hemos dicho, es un descubrimiento fatal, saberse haber sido siempre un arrogante. Incluso, cuando hace bien, siempre, consciente o inconsciente, llevaba la máscara que oculta  la soberbia. No aceptarlo es entrar en la agonía del vacío que Kierkegaard llamaba, la angustia. 

Si los santos, los doctores y los religiosos  de hoy supieran desde el mero principio que la soberbia era su peor enemigo, hubiesen empezado por ella a erradicar sus defectos. Y todos los demás defectos los conocerían mucho más  fácil. Pero la soberbia, ante todo,  ciega el corazón; dejar el alma ciega, es su trabajo. Es casi imposible que un hombre o una mujer religioso se autopercibe como un soberbio, se suponía que porque era humilde aceptaba los votos, o el servicio para el laicado. Es siempre más posible que un hombre profundamente religioso se de cuenta del mal, sin la virtud de la religiosidad es muy difícil reconocer el estado enfermo de nuestro espíritu cuando es atacado por la soberbia. 

 Si tienes un instinto religioso activo,  una correspondencia con la profunda espiritualidad cristiana, y un enfoque profundo en vivir la moral desde perspectiva religiosa, podría ser capaz de no ver la soberbia. Porque de primera nos empezamos a ver como “buenos”. Sin embargo es paradójico, que a través de las mismas caídas en los pecados que pretendemos evitar, sean los medios más reales de cómo el alma se  da cuenta que no es tan “buena”. Una tapadera exagerada de los propios males,  revelan en el interior, por conexión con lo divino, que la soberbia está carcomiendo el alma que  se pretende salvar. Es difícil aceptar la humillación deprimente que a veces le es tan connatural al espíritu humano, que una rebelión contra el espíritu humillado, provocaría los mismos crímenes que el personaje, Raskolnikov, de Fiodor Dostoievski. Hay que aceptar la humillación de la impotencia de la naturaleza humana de ser por sí mismo seres gloriosos, y aceptar la mediación preternatural y sobrenatural brindada por Dios. Ahí esta la diatriba de lo religioso frente a la soberbia.   

 Jamás  llega a pensar, el alma piadosa, que la soberbia le poseyera, pues era “humilde”, y la soberbia ni la envidia serían las debilidades que la dominaría, según la propia opinión. Esta más que probado, que la tendencia a soberbia y el orgullo y la envidia son las tentaciones más horribles- y no la lujuria- de las almas consagradas en forma  vida comunitaria  como conventos y monasterios, también de laicos y otros estados de vida que desean profundizar en su experiencia mística. El peligro está en la casa, pero más que alrededor, en la propia alma. Para una comunidad espiritual renovada, habrá que buscar métodos asépticos que permitan a los fieles revisarse constantemente frente a este peligro. 

La soberbia en el alma religiosa, es en verdad, una puerta al infierno, no obstante, si  se le supera, es en el fondo, el aprendizaje más profundo de toda alma verdaderamente piadosa que busca la iluminación del buen Dios a través de la contemplación.

 Es difícil desprenderse de la soberbia, sin experimentar una muerte óntica en el ser. Solo Dios puede sostener el alma en el momento en que el corazón es librado de este defecto, el proceso provoca una poderosa sensación de perder la vida, mientras se  consume  la soberbia de la carne, en la zarza ardiente del desierto. Es por ello, que la vida religiosa debe empezar siempre por la humildad, como lo recomiendan los padres del desierto. Y como el mismo Cristo lo recomienda, “hay que nacer de nuevo”. Y ese “nacer” es un martirio del viejo hombre. 

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This Post Has One Comment

  1. Nery m. Rodriguez

    Creo que como seres humanos experimentamos diferentes sentimientos y es normal sentirlos, lo malo es consentirlos y habituarnos a los vicios y pecados: como la soberbia y otros pecados capitales. Cada día debemos ir modificando nuestra alma y limpiándose de los pecados para crecer en santidad y amor de Dios y con nuestro vivir demostrar que somos católicos e hijos amados de Dios.
    Enmanuel muy buena reflexión, usas un vocabulario muy amplio, y palabras domingueras. 👏

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