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Recuerdos de un día gris que se volvió azul

Por: Enmanuel Peralta


Intento, infelizmente, escribir algunas historias para adelantar los triunfos que jamás llegarán. Cuando ya las ciguas palmeras no se posan sobre los cables del tendido eléctrico enrollados en un poste para presagiar buenos augurios. Ni el sol que tan intenso fue, me lleva a buscar de nuevo las sombras ni las frescuras bajo las ramas que se estremecían con el viento. Prefería angustiosamente tostarme con los soles de días pasados aunque solo habitan como imágenes decrépitas y desoladas. Aquí me encuentro bajo un roble americano carraspeando un escupitajo de una semblanza olvidada y que a nadie le importa. Los vientos soplan: andaba borracho de recuerdos del pasado entre hojas indignas de que tan maravillosas memorias se escriban en ellas.

Un helado derretido en el verano de cielo con nubes aterciopeladas carentes de significados. No queda más que atesorar recuerdos, retirar ansiedades distractoras. Dispersas. Colocar bajo nuevas luces los colores blanquecinos de tiempos que jamás volverán a ser los mismos.

La vida se diluye, según los ritmos de la presión sanguínea que aumenta con los años adelantando el tiempo de manera indecible. Espantosa sensación. Sin que pueda el alma descifrar los acontecimientos de un eterno retorno que no supo jamás decir adiós a cuanto se ha quedado en un eternamente fue, sin jamás volver a ser. Y quedarse en las entrañas como una triste y dilucidada imagen caída y acompasada por la desilusión.

Podríamos decir como Segismundo: La vida es solo sueño, y los sueños, sueños son. Pero las quimeras no son eternas. Hay días grises que se tornan azules. Como conocer en Julio a la eterna Juliet, y ya el pasado no es quimera, sino fuego de atardeceres arrebolados, con su cabello ondulado y amarillento por las caricias de los rayos del sol. ¿Cómo describir la sensación de sentir su sudor en mis manos cuando la posee sobre sus espalda semi descubierta mientras bailábamos un merengue típico frente al río Hudson?

Una Juliet presente, volvió los aciagos días con lunas de un pasmo menguante, en un aroma de lavanda suavísimo en su sonrisa de mármol pulido. Tarde que pudo haber sido serena y común como todas mis tardes. Pero Juliet, mientras yo miraba perdido los sucios horizontes del río Hudson, me hizo tropezar con su cuerpo bailando con el viento. ¡ Alabo, sin presumir, mi pálido coraje por atreverme a invitarla a una pieza de un absurdo merengue típico para campesinos, sin embargo, que maravilla! De pronto ya no me interesaban los ritmos ni la crítica de artes, ni las letras ni la poesía. El arte mismo, el ritmo y las letras eran Juliet. Mi Juliet. Fue como si todas las Julietas se posaran en una sola Juliet. Mi Juliet. Y ya no existía otro mundo, ni otra música, ni pasado, ni futuro. Todo era Juliet. Mi Juliet.

Toda aquella fiesta se convirtió en Juliet. Al caer la noche todo se parecía a Juliet. El poquisimo alcohol que tomé ese día era Juliet. Imaginense al despertarme en la madrugada para mí común micción, en las oscuras paredes veía siluetas con la sonrisa de Juliet.

Al siguiente día le escribí a Juliet. Y Julliet me ignoró totalmente. Tal vez fui para Juliet solo una sombra, un cuerpo sudoroso que bailaba el típico. Juliet no estaba. Juliet no habla, no responde. Existe en mí, pero yo no en ella. Su baile fue un solipsismo, y, lo de Juliet, una quimera muy mía. Pero si realmente fue una quimera tan ilusoria, prefiero ese sueño, a todas las realidades más palpables que abruman mi existencia. Prefiero su ensueño azul, que las grisáceas sombras que existieron antes que Juliet.

He intentado culparme a mí mismo de haberla dejado entrar tan rápido a mi imaginación, sin embargo, aunque me hayas ignorado tanto que me hagas dudar hasta de mi propia existencia en este mundo, siento que te mereces estar dentro de mi, no por un día, sino por cuánto resta de mi pálida, estridente, y ahora confusa existencia. Otras noches blancas. Otro trago amargo, con hielo, señor camarero.

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